Flores entre malezas.
(26 de marzo de 2020)
Su tiempo en bicicleta estaba repartido entre valorar la música que escuchaba y contemplar el panorama que le rodeaba.
En general prevalecía e segundo.
Un día como otros andaba pedaleando por los caminos vecinales de su ciudad cuando le entró por los ojos una imagen. Siguió unos metros pero tuvo que volver a fotografiarla.
En el patio de una vieja “tapera” (casa abandonada) crecía mucha maleza, desordenada, sucia... la imagen mas clara del abandono. A pesar que eran seres vivos estas hierbas oscuras y desordenadas no trasmitían belleza. En un rincón pero Anastasia había visto algo que no esperaba. Algunas flores de diferentes colores habrían sus corolas. No pudo que pararse a contemplar y guardar por medio de una foro el recuerdo de aquella visión.
Que lindo pensar que así es la vida.
Cuando todo oscurece y parece desorden queda un rincón chico chico donde pueden florecer los colores.
Recordaba su corta vida y podía dar gracias porque siempre fue así.
Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. (Mt 6, 28)
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Con ojos nuevos
(22 de marzo de 2020)
(22 de marzo de 2020)
Todos los días Anastasia no olvidaba agradecer por poder ver.
Lo hacía hace unos años después que por un accidente tuvo que pasar una noche y un día en las oscuridades de la ceguera. Se había dado cuenta sobre como fuera terrible no ver. Hasta lo que está en la casa en el camino entre la cama y el baño se transforma en un obstáculo, un enemigo, una dificultad.
Aquel día era el primer domingo de otoño. A pesar de eso el clima era primaveral. Por la ventana de su cuarto veía un arbusto aún en flor y en la pequeña huerta había floración nueva de sus plantas de zapallo. Hay algo lindo en esto. A pesar que el calendario diga que está llegando el invierno la naturaleza se rebela. Hay que florecer a pesar...
Sentía esto como una confirmación de algo que llevaba adentro. No era revolucionaria y nunca fue gran contestadora. Mas que tanto le gustaba entender todo. Si lo entendía lo hacía. A pesar de eso sentía siempre que la vida iba mas allá. Aquel verso aprendido en los años de liceo: Todas las imágenes llevan inscrito más allá (Eugenio Montale, Tramontana, 1925) lo vivía a diario abriendo lo ojos y agradeciendo por las primeras cosas que veía levantando la cortina.
El milagro de ver.
Como otro recuerdo encendido por la casualidad le volvió a la mente un episodio de la serie Greanleaf que había “maratoneado” en Netflix. La hija de una pastora de una Iglesia Norteamericana no entendía un milagro de Jesús que parece imperfecto porque el ciego-sano ve hombre como arboles que caminan. (Marco 8, 25 -26).
Sin agrandarse ella pensaba entenderlo: ver siempre es un milagro, en la filosofía había aprendido que lo que se ve puede ser apariencia y hasta engañoso como los arboles con patas que ve este desconocido sanado por Jesús.
Había entendido que no basta ver.
Hay que siempre purificar lo que se ve.
No rezaba mucho pero esto lo pedía.
El ciego, que comenzaba a ver, le respondió: «Veo hombres, como si fueran árboles que caminan». Jesús le puso nuevamente las manos sobre los ojos... (Marco 8, 24 - 25)
La ciudad aún estaba ahí
(19 de marzo de 2020)
Aquel día Anastasia amaneció con grabado en la cabeza la ultima frase leída en la noche antes de dormirse: La ciudad aún estaba ahí. Vivía siempre con satisfacción el momento en el cual cerraba un libro terminándolo. Le parecía haber cumplido un desafío, una travesía, una misión. Era como haber acompañado los personajes por las lineas que en las paginas generan las palabras y ahora despedirlas complacida de haber coincidido en esta vida. Una vida imaginada pero vida al fin. El libro que venía leyendo era Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, un drama digno de una teatro griego en tiempos modernos. A pesar de todo el final era luminoso y esperanzado. (19 de marzo de 2020)
Anastasia amaba quedarse unos segundos mirando por la ventana el trozo de ciudad que aún estaba ahí. Llevaba día haciendo un poco mas amplia esta contemplación porque compartía la “cuarentena” por una enfermedad que asusta.
Le gustaba mirar los techos con sus tejas o chapas de colores diferentes. Admiraba las chimenea que le recordaban el calor de los hogares en el invierno y el sabor de los asados. En la fachada se fijaba en los detalles cómo las grietas o las pequeñas fallas en la pintura de las mismas.
Si veía luces encendida y cortina levantada le gustaba imaginar la razón por la cual los habitantes ya estaban despiertos. Los imaginaba ancianos que ya no duermen mucho. Pensaba en jóvenes madres y padres intentando calmar el hambre, el llanto o la molestia de algún hijo. Sentía surgirle el elogio y un poco de sana envidia por los trabajadores que aún cargados de sueños se aprontaban para salir y contribuir con su misión al bien de todos.
No pasaba día sin este tiempo de contemplación del mundo que le entraba por la ventana. La ciudad que aún estaba ahí le decía que el día merecía ser vivido. En su corazón daba gracias a Dios.
No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. (Mateo 5, 14)
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