martes, 31 de marzo de 2020

#QuedateEnCasa - Lo que no gusta anunciar...

😢
Me quedo un día mas leyendo el discurso con el cual papa Francisco acompañó el pasado viernes la oración por el fin de epidemia. 

Hoy debo anunciar lo que nadie desea:
será prudente no reunirnos en ninguna forma por la bendición de las ramas en el Domingo que precede la Pascua. 

¡Qué triste! ¡Cuantas personas lo esperan! 

Como cura me entristece mas porque es uno de los días en los cuales mas gozo en ver a tantos que encuentran consuelo acompañando Jesús en su pasión. 

Pero este año es mas prudente así. 
Muchos – según tradición – me llaman padre y un padre debe saber decir hasta el incomodo. 

En su discurso papa Francisco recuerda: 
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio...

A mi juicio el próximo domino quedará en la memoria como algo que ha faltado. 

¿Y en el juicio de Dios? 
Solamente lo escucho recordarme: 

Busquen más bien su Reino, y lo demás se les dará por añadidura.
No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino.
(Lucas 12, 31 – 32)



Papa Francisco, Oración en tiempo de epidemia, 27 de marzo de 2020.

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Marco (4, 35 – 41) 

Al atardecer de ese mismo día, les dijo: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: 
«¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?».
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. 
Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. 
Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.
Es fácil identificarnos con esta historia, 
lo difícil es entender la actitud de Jesús.
Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. 
Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.
La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). 
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección.
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: 
el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. 
Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. 
La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»
El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. 
Porque esta es la fuerza de Dios: 
convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo.

Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. 

  • Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. 
  • Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. 
  • Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. 
En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1Pe 5,7).

lunes, 30 de marzo de 2020

#QuedateEnCasa TERCERA SEMANA : Abrazar su Cruz... es darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar.



Empezamos la tercera semana de aislamiento. 

#QuedateEnCasa 

Por muchos lados vemos juntos con quien no da paso a los consejos quien empieza a sentir su pesadumbre que muchas veces puede motivar peligrosas desatenciones. 

Vuelvo a leer el discurso que dio papa Francisco el pasado viernes en su dolida oración en tiempos de epidemia. 

Encuentro consolación en una frase entre las muchas que merecerían bajar poco a poco en el corazón: 

Abrazar su Cruz... es darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar.

Abrazar la cruz es creatividad. 

Creo que lo necesitemos... que el Espíritu que Jesús sopló desde su Cruz nos done creatividad para que estos días aislados no sean vacío sino tiempo de Dios, tiempo para bien. 




Papa Francisco, Oración en tiempo de epidemia, 27 de marzo de 2020.

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Marco 
(4, 35 – 41) 

Al atardecer de ese mismo día, les dijo: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: 
«¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?».
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».



«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. 
Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. 
Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.
Es fácil identificarnos con esta historia, 
lo difícil es entender la actitud de Jesús.
Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. 
Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.
La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). 
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección.
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: 
el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. 
Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. 
La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»
El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. 
Porque esta es la fuerza de Dios: 
convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo.

Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. 

  • Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. 
  • Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. 
  • Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. 
En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1Pe 5,7).

domingo, 29 de marzo de 2020

HOMILÍA: Juan 11, 1 – 41. Quinto domingo de Cuaresma (29 de marzo de 2020) - Misa sin pueblo presente por emergencia sanitaria


Ya sabemos como san Juan relata los milagros de Jesús y guarda además el debate consiguiente. 
A la palabra milagro prefiere la palabra “signo” algo que en si mismo expresa un sentido mas profundos. 
Encaramos el signo milagroso de la resurrección de Lazaro contemplando el camino de fe de su hermanas. Marta y María maduran por medio de esta experiencia su fe en la la resurrección. 
La dos en tiempos diferentes se encuentran con Jesús y le llevan el dolor por la muerte del hermano pero también la herida de la fe: 
Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. 

Marta que conocemos como mujer activa, llena de iniciativa y gana de hacer salió al encuentro con Jesús. Su duelo está ya elaborado con fe. 
Sé que resucitará en la resurrección del último día. 

El pueblo de Jesús y de Marta había poco a poco madurado la fe en el Dios de la vida como un Dios que resucita y no deja que la muerte sea la ultima palabra. Como muchas intuiciones que, gracias a Dios, el pueblo fue madurando era necesario aclararle y sobre todo darle un rostro. No es lo mismo penar en Dios como padre o pensar en Dios como el padre de Jesús. No es lo mismo esperar solamente que la vida continue o esperar que nuestras vidas continúen haciéndose semejante a la vida de Jesús. 

Yo soy la Resurrección y la Vida. 
Jesús se presenta a Marta y por medio de ella a nosotros como el rostro de la vida que el Padre-Dios desea que continue. 
Decir sencillamente que la vida continúa puede ser hasta algo no deseable. No faltan mitos antiguos donde se muestra una vida mas allá de la muerte peor de la vida que se deja. En un contesto como el mundo antiguo muy trágico no faltaba quien hasta invocaba la muerte como libertadora. 
La novedad de Jesús es anunciar que la vida eterna, la vida que no tendrá fin será una vida que valdrá hasta las cruces que tuvo que cargar: 
El que cree en mi, aunque muera, vivirá. 

Jesús sabe que la muerte no se evita. El creyente puede enfrentarla sufriendo como todos pero con la confianza que la vida continua en una plenitud que imaginamos de lejos contemplando a Jesús. 
En esto puede ayudarnos el camino de fe que Jesús hace con la otra hermana María. María con su actitud mas contemplativa, interior se presenta como la hermana mas dolida, la que mas necesita el consuelo de los conocidos. María queda en la casa encerrada por su dolor. A María aplastada por el dolor, mas cargada de dudas que Marta, Jesús contesta rezando. A María Jesús no da ninguna catequesis sobre la resurrección, esto ya lo había hecho con Marta. Frente a María Jesús llora, se une a su llanto, da paso a su dolor por la muerte del amigo Lazaro. El llanto de Jesús se llena de oración a Dios, un Dios que llama confiadamente Padre. 

Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en Él. 
Así termina el relato. A decir la verdad la casa era de los tres: Marta, Lazaro y María. Pero la que ayuda el camino de fe es María. A pesar que sea Marta que escucha la enseñanza preclara de Jesús es la actitud sumisa, sufrida pero confiada la que ayuda a muchos en creer.
En estos día en los cuales la cuarentena nos invita a rezar solos en nuestras casas extrañando la celebración con los hermanos en la fe pueden ser días parecidos a la experiencia de María que sufre su duelo en oración y logra no tanto una clase de catecismo (por cuanto importante) sino que Jesús se una a su oración. 
Por cuanto ante de ayer fue de gran aliento compartir por los medios la oración con el santo padre Francisco no le escondo cuanto cueste este momento... Justo el viernes leí una oración del papa san Pablo VI que siempre me dejó pensativo y que ahora siento que se está haciendo mi oración: 

¿Quién puede escuchar nuestro lamento una vez más, sino Tú, Dios de la vida y de la muerte? (13 de mayo de 1978). 

Seguimos en oración con Jesús dolido por la muerte de Lazaro como de todos sus amigos que están sufriendo y muriendo en estos días. Rezamos al Dios de la vida y de la muerte, a María que estaba bajo la cruz, a los santos. Pienso en san Luís (del cual nuestro Santuario MTA guarda una estatua) que murió cuidando los enfermos de una epidemia de peste en 1591. A las palabras de san Luís dejo la profesión de fe en Jesús Resurrección y Vida, son palabras tomadas de la carta que Luís dirige a su madre desde su cama de muerte: 

Al morir, (DIOS) nos quita lo que antes nos había prestado, con el solo fin de guardarlo en un lugar más inmune y seguro, y para enriquecernos con unos bienes que superan nuestros deseos. Todo esto lo digo solamente para expresar mi deseo de que tú, ilustre señora, así como los demás miembros de mi familia, consideréis mi partida de este mundo como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas.

sábado, 28 de marzo de 2020

YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA (Domingo 29 de marzo - 5º de Cuaresma).


M. I. Rupnik, La Resurrección de Lazaro, La Coruña (España)

EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO 

SEGÚN SAN JUAN 
(Juan 11, 1 - 45)


Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:
«Señor, el que tú amas, está enfermo».


Al oír esto, Jesús dijo:
«Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».


Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos:

«Volvamos a Judea».

Los discípulos le dijeron:

«Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?».

Jesús les respondió:
«¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él».


Después agregó:

«Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo».

Sus discípulos le dijeron:

«Señor, si duerme, se curará».

Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente:

«Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo».

Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos:

«Vayamos también nosotros a morir con él».

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro Días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús:

«Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas».

Jesús le dijo:

«Tu hermano resucitará».

Marta le respondió:

«Sé que resucitará en la resurrección del último día».

Jesús le dijo:
«Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».


Ella le respondió:

«Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo».

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja:

«El Maestro está aquí y te llama».

Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los Judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo:

«Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto».

Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó:
«¿Dónde lo pusieron?».


Le respondieron:

«Ven, Señor, y lo verás».

Y Jesús lloró. Los judíos dijeron:

«¡Cómo lo amaba!».

Pero algunos decían:

«Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?».

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y le dijo:

«Quiten la piedra».

Marta, la hermana del difunto, le respondió:

«Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto».

Jesús le dijo:

«¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?».

Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:

«Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado».

Después de decir esto, gritó con voz fuerte:

«¡Lázaro, ven afuera!».

El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo:

«Desátenlo para que pueda caminar».

Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.

Palabra del Señor.



ORACIÓN DE COMUNIÓN ESPIRITUAL
Se puede rezar en cualquier momento del día
sobre todo mientras se mira la transmisión de la celebración de la Misa
visitando el Sagrario, mirando cualquiera imagen sagrada
o sencillamente mirando en la dirección del Templo 
y pensando en la Eucaristía que ahí se guarda. 

La misma oración se puede vivir como cumbre de cualquiera otra devoción (S. Rosario, Coronilla a la Divina Misericordia, Laudes, Vísperas, lectura de la Biblia, oraciones diferentes).


Creo, Jesús mío, 
que estás realmente presente 
en el Santísimo Sacramento del altar.

Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma, 

pero no pudiendo hacerlo sacramentalmente, 
ven al menos espiritualmente a mi corazón.

Quédate conmigo 
y no permitas que me separe de Ti.
Amén.



REZAMOS EL SALMO 91 (90)
Domingo 29 de marzo a las 12 horas los cristianos de todas las Iglesias se unen en la oración.
Ofrecemos una traducción ecuménica. 
Además puedes utilizar tu Biblia o esta otra traducción.  

El que habita al abrigo del Altísimo
y se acoge a la sombra del Omnipotente,
dice al Señor: «Tú eres mi esperanza, mi Dios,
¡el castillo en el que pongo mi confianza!»
El Señor te librará de las trampas del cazador;
te librará de la peste destructora.
El Señor te cubrirá con sus plumas,
y vivirás seguro debajo de sus alas.
¡Su verdad es un escudo protector!
No tendrás temor de los terrores nocturnos,
ni de las flechas lanzadas de día;
no temerás a la peste que ronda en la oscuridad,
ni a la mortandad que destruye a pleno sol.
A tu izquierda caerán mil,
y a tu derecha caerán diez mil,
pero a ti no te alcanzará la mortandad.
¡Tú lo verás con tus propios ojos!
¡Tú verás a los impíos recibir su merecido!
Por haber puesto al Señor por tu esperanza,
por poner al Altísimo como tu protector,
10 no te sobrevendrá ningún mal,
ni plaga alguna tocará tu casa.
11 El Señor mandará sus ángeles a ti,
para que te cuiden en todos tus caminos.
12 Ellos te llevarán en sus brazos,
y no tropezarán tus pies con ninguna piedra.
13 Aplastarás leones y víboras;
¡pondrás tu pie sobre leones y serpientes!
14 «Yo lo pondré a salvo, porque él me ama.
Lo enalteceré, porque él conoce mi nombre.
15 Él me invocará, y yo le responderé;
estaré con él en medio de la angustia.
Yo lo pondré a salvo y lo glorificaré.
16 Le concederé muchos años de vida,
y le daré a conocer mi salvación.»

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